miércoles, 24 de octubre de 2007

Los Asesinos, de Ernest Hemingway.

Acerca del "dato escondido", el cuento completo de Hemingway.
Manual del perfecto cuentista de Horacio Quiroga.

viernes, 5 de octubre de 2007

El final de Jacobo




Él sabe que es necesario aceptar que ella se fue. Pero una cosa es saberlo y otra muy diferente, estar dispuesto a continuar su vida sin ella. Esta no es una pelea más. Nunca se habían ofendido a tal extremo, y ella nunca había tardado más de tres días en regresar.

Sabe que debe esperar algunos meses para llamarla nuevamente. El celular de Jacobo ha sonado una y otra vez, pero él no lo responde, pues está seguro, la única persona que en este momento le importa que lo llame, no lo hará. El teléfono suena también sin parar, y Jacobo, en un engaño de su mente, buscando desconectarlo, lo contesta: ¿Señor Jacobo Hernández?, ¿es usted familiar de la joven Mariana Cortés?... Jacobo no necesita escuchar más, para saber que ella, ahora sí, nunca regresará, pues esta llamada le ha confirmado su profundo adiós.

Sebastián Arias Zuluaga.


Él buscaba una razón en lo intangible, en lo no banal, en las cosas que para nadie tenían explicación, se saturó de lo absurdo para hacerlo comprensible, el alcohol y el caos podían adormecer menos la ira, podían ahí ser sus amigos, su dolor no ardía pero si quemaba, encontró en su habitación la válvula de escape para huir de la sombra de la muerte que siempre lo asustaba, buscaba descargar su ira en lo palpable, la sombra de la expiración total de un cuerpo lo hacía vivir cosas que no anhelaba que sucedieran, constantemente estaba cerca su odio, pero ella desea su dolor. Él buscó entonces una discusión con la existencia.

El caos llega a sus 7 capas de piel, cada una e ellas se fue hilando con el pasar de los nacimientos de sus hijos, del tiempo, de las risas, de los orgasmos; siempre a su paso iba la oscura llama de esa maldita defunción que lo acompañaba, ella le decía que algún día si iba a llegar, así él se resistiera, y si… lo acompañó hasta hoy 4 de octubre, cuando el amargo olor a muerte llegó y se llevó a su esposa, sus tres hijos… se llevo sus 7 capas de piel.

Johanna Cristancho.

Horas antes, Jacobo se encontraba a las afueras de la casa, en el bosque, sentado junto a un árbol, escribiendo un poema titulado “Un Buen Día Para Morir”, en estas líneas se dibujaban las siguientes frases; La mañana anterior me desperté, creí que vivía, así es que me hice el de la vista gorda e intenté en el transcursos del cantar de los pájaros, tergiversar esta afligida realidad, me emocioné, disfrutaba pensar que yo no era yo, que yo era otra persona, una persona con una átomo de fortuna divina de la que él estaba cansado y pues como yo, bueno el otro yo el primer yo quería sentirme vivo y disfrutar de mi amarga soledad, esta soledad en la que voy vagando por el mundo tratando de encontrar una excusa o tan siquiera un motivo para creer que cada sórdido segundo que pasa asesino mi existencia. Mientras tanto, cauteloso, conservando una discreta distancia observaba, lo observaba, y fue así entonces cuando pude verlo en medio de en un jardín de fuego y lodo como poco a poco volvía a tomar su lugar, aquel chocante lugar al que le llaman realidad y vi entonces como Jacobo pudo tener una perspectiva diferente de aquel momento y también lo escuche gritarle a las sombras de los fantasmas que suelen melodiar ese lugar; que ya no podía más, que ahora le fastidiaban sus carisias, aquellas carisias que ella sabe fingir tan bien, en especial en las frías noches de invierno, como lo sería la de este día en este mes de Octubre, que ya se avecinaba, mientras le gritaba a aquellas sombras, tan reales como los puros con los que suele acompañar sus preciadas botellas de whisky y tan reales como las picaras mañas de esta encantadora maga, Julio Cortazar si que sabe muy bien a quién me refiero… y Jacobo seguía gritando; pues bien, lo sé, sé que esta maga logra hacerme creer en aquello tan anhelado, pero tan bien soy consciente de lo efímero que resulta este absurdo, y también triste es, que ahora la conozco muy bien, diría que demasiado bien como para que me sea inevitable ignorar su putrefacta actuación, pero no importa, seguiré dándome por desentendido.

Los pájaros de pronto se detuvieron, se detuvieron rayos, por un momento fue chocante escuchar el silencio inmenso del bosque, fue perturbador, tanto que si no hubiese sido, porque del coro se apoderaron las ranas y a los sapos que buscaban conquistarse en medio de mi presencia, mis tímpanos y mi alma hubiesen estallado al igual que una cigarra, pero bueno lo mejor es que el silencio por fin terminó, pero ahora hay otro problema o será una dicha, bueno como un día le escuche decir a la maga, todas las cosas depende según tu percepción, sólo que a mi juicio… aun sigo confundido… en fin, como sea, ese problema o dicha, radica en que el aire de pronto comenzó a tornarse bastante denso y eso sólo suele significar una cosa, la maga se aproxima y pronto, en menos tiempo que el lleva aleteo de un colibrí, ella llegará.

Pero esta vez Jacobo fue lo suficientemente astuto para prever su llegada y antes que pudiera darme cuenta, Jacobo, como si tuviese don de la omnipresencia se resguardó en el interior de su habitación.

Las ranas y los sapos también dejaron de cantar y eso, en este lugar, es sinónimo de que la noche no esta más lejos, que Jacobo de un trago de whisky a pico botella. Porque el tiempo en este lugar es tan relativo como las mismas realidades de quienes aquí habitan.

En este momento viejas penas mueren para Jacobo, pero eso no tiene nada de agradable para él, ni para mí, pues por cada una que se extingue de su ser, suelen nacer dos y en ocasiones hasta tres más de ellas.

Ahora es de noche, en invierno, mediados de Octubre…

Zapotín.


Todo parece como sacado de una película, la verdad me parece increíble que esto le haya pasado precisamente a ellos. Valeria, su novia, acababa de llegar de su trabajo, últimamente estaba muy cambiada, como si ocultara algo. El creía que tenía un amante, todo le daba mala espina. El acababa de llegar a la casa y allí estaba su hijo Manuel de aproximadamente 23 años, el casi nunca iba sin antes llamar. Estaban muy nerviosos cuando vieron a Jacobo y en ese mismo instante Manuel se marcho de una manera extraña.

En los siguientes días, descubrió varias veces a Valeria teniendo conversaciones telefónicas raras, cuando él le preguntaba que pasaba, ella se le iba por la tangente. De repente un día después de que Valeria terminara una de esas conversaciones, le dio por hundirle redial y resulta que contesto su hijo. De inmediato se dejo cegar por la ira y colgó. Le dijo a Valeria que tenía que ir de urgencia al trabajo y que tardaría. Hizo el amague da salir de su casa, pero en realidad se quedo escondido muy cerca de allí. A la media hora llego Manuel, ató hilos y llegó a tal conclusión, se la estaban haciendo. Entró a la casa, dispuesto a todo. No dejo que ninguno de los dos hablara. Hubo lanzamiento de copas y algunas otras cosas, hasta que los asesinó a ambos con la pistola que había llevado consigo. Cuando se tranquilizó un poco y se dio cuenta de lo que había hecho, se puso a esculcar en la chaqueta de su hijo y se encontró con una especie de tarjeta que decía, ¡Padre, te deseo lo mejor en tu cumpleaños!


Carlos Andrés Gómez.



Jacobo recibe la llamada de Héctor, el escolta de la familia. Al colgar, enloquece y rompe en llanto, tira todas las cosas que tiene a su alrededor, los cristales de su vaso de whisky que lo han lastimado se riegan por todo el piso y su mano ensangrentada mancha las paredes del lugar. Héctor le ha afirmado que su familia está muerta.

¡Corten! Dice el director, y Jacob se disgusta por las repetitivas pausas de la producción. – ¿y ahora qué? Pregunta Jacobo. – El vaso de whisky, tienes que agarrarlo bien, no parece que estuvieras preocupado por lo que hubiese pasado en esta habitación, hay que concentrarse. Retomemos 3, 2. – ¿Porqué a mi? ¿Porqué a mi? Es imposible creer que un día tienes todo en las manos y que gozas de plana alegría, ¿para qué? Si al otro día tu vida se arruina y no tienes nada. ¡Corten! – ¿No estudiaste tus líneas? Así no podemos continuar, concentración. Jacobo vamos de nuevo. Grabando 3, 2.

Unos minutos después, Jacob se tiende sobre la madera fría y ve a su lado un cortapapeles que sutilmente se pasa por su muñeca. Lo ultimo que ve después de morir, es su sangre en el suelo que corre mientras se mezcla con el whsky que minutos atrás había regado sobre el piso.

Natalia Cortés


Sin creerlo aun, recoge las botellas, y la que esta a medio pico la hace a un lado. Se sienta a llorar y ver correr la sangre de su amada mezclada con agua y ceniza que pasan por sus pies siendo llevada por la más ligera prisa que se esconde entre el temor y la incertidumbre.

Jacobo escucha en la sala algunos pasos, va y mirar y se da cuenta que lo han descubierto, la muerte de su amada ya no era sólo un secreto de él y su estudio, ahora el mundo lo sabría.

Diana Ximena Borja

miércoles, 3 de octubre de 2007

JaCoBo



jueves, 27 de septiembre de 2007

Por aquello del tiempo...El MiLaGrO SeCrEtO









Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo: -¿Cuánto tiempo has estado aquí?


-Un día o parte de un día, respondió.


Alcorán, ii, 261.





La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga. El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas. El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos. Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola “repetición” para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.) Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio—primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón— que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin. Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura. Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis Padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quito las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó. Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera. Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados—alguno de uniforme desabrochado—revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau... El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final. El universo físico se detuvo. Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro “día” pasó, antes que Hladík entendiera. Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud. No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó. Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.




1943


Jorge Luis Borges(1899–1986)El milagro secreto(Artificios, 1944;Ficciones, 1944)

domingo, 9 de septiembre de 2007

Un poco más de Raymond Carver, algunas frases sueltas...






"El mundo es una amenaza para muchos de los personajes de mis historias. La gente que elijo para escribir siente una amenaza, y creo que la mayoría de la gente siente al mundo como un lugar amenazante".
"Trabajé en los cuentos de De qué hablamos cuando hablamos de amor, hasta un límite en que no lo había hecho con las historias que había escrito antes. Después de poner el libro en las manos de mi editor, no escribí nada por seis meses. Y después, la primera historia que escribí fue Catedral, que yo siento que es totalmente diferente en la concepción y en cómo fue escrito con los cuentos anteriores. Supongo que reflejé el cambio que se había producido en mi vida".
"Casi todos los personajes de mis historias llegan al punto en que se dan cuenta de que el compromiso que les dieron juega un rol muy importante en sus vidas. Entonces en un único momento de revelación cambian la rutina de sus días. Es un fugaz momento en el que no quieren más el compromiso. Y después de todo ellos comprenden que nada cambió realmente".
"Las circunstancias de mi vida con esos niños dictaban otra cosa. Decían que si quería escribir algo, y terminarlo, e incluso que si quería sentir alguna satisfacción con una obra concluida, tenía que limitarme a cuentos y poemas".
"Es posible, en un poema o en un cuento, escribir sobre cosas y objetos comunes y corrientes usando un lenguaje común y corriente pero preciso, e impartirles a esas cosas -una silla, una cortina, un tenedor, una piedra,un arete de mujer- un poder inmenso, incluso perturbador".
"Tú no eres tus personajes, pero tus personajes sí son tú".
"Todo es importante en un relato, cada palabra, cada signo de puntuación. Creo mucho en la economía dentro de la ficción. Algunas de mis historias como "Vecinos" fueron tres veces más largas en sus primeros borradores. Me gusta realmente el proceso de reescribir".


Raymond Carver

jueves, 6 de septiembre de 2007

Un poema de Raymond Carver


Edward Hopper


El don de la ternura

Tarde en la noche. Comenzó a nevar.
Los copos húmedos caían
más allá del cristal de las ventanas,
surcando el aire frío
ocultaban el resplandor de la ciudad.
Observamos un rato la tormenta
sorprendidos, felices, satisfechos
de estar allí y no en otro sitio.
Puse un leño en el hogar,
me pediste que regulara
el tiro de la chimenea.
Nos metimos en la cama.
Cerré mis ojos, de inmediato,
pero
por razones que desconozco
antes de dormirme
el aeropuerto de Buenos Aires
atravesó mi memoria.
Recordé esa tarde,
la temprana oscuridad, las sombras.
Reconstruí la escena:
regresé a ese paisaje desolado
donde flotaba un silencio sepulcral
interrumpido únicamente por el rugido
de las turbinas del avión que carreteaba
lentamente bajo una lluvia de granizo,
tan fino que lo confundimos con nieve.
En las ventanas de los edificios no había luz.
Un lugar realmente solitario.
Sólo pasillos abandonados, hangares vacíos.
No vimos a una sola persona.
“Es como si todo estuviera de luto,”
fue tu comentario.
Abrí mis ojos.
El ritmo de tu respiración
me dijo que estabas profundamente dormida.
Te cubrí el cuerpo con uno de mis brazos.
Mis evocaciones
me trasladaron de la Argentina
a un departamento en el que pasé
un tiempo de mi vida, en Palo Alto.
No nieva en esa ciudad,
pero el departamento disponía
de un amplio ventanal desde donde
podríamos haber mirado por horas
la autopista que rodea la bahía.
La heladera estaba al lado de la cama.
Las noches calurosas, sofocantes,
cuando me despertaba con la garganta seca
sólo tenía que estirar el brazo, abrir la puerta
y dejarme guiar por la luz interior
hasta el botellón con agua refrescante.
En el baño un pequeño calentador eléctrico
descansaba cerca del lavatorio.
Todas las mañanas mientras me afeitaba
calentaba agua en una vieja sartén,
el frasco de café instantáneo,
siempre a mano, en el botiquín.
Un mañana me senté en la cama
vestido, recién afeitado,
bebiendo sorbos de café caliente
intentando olvidar planes,
proyectos, todas esas cosas
que había decidido realizar.
Finalmente disqué el número
de Jim Houston que vive en Santa Cruz,
le pedí prestados 75 dólares.
Me contestó que estaba sin fondos.
Su mujer había viajado a México
por unos días y él ya no tenía dinero,
no llegaba a fin de mes.
“Está bien”, le dije. “Te entiendo.”
Y así era,
no necesité explicaciones.
Hablamos un poco más y cortamos.
Terminé el café cuando el avión
comenzaba a elevarse en mi recuerdo
y yo desde la ventanilla miraba
por última vez las luces de Buenos Aires.
Después cerré los ojos
iniciando el largo regreso.
Esta mañana hay nieve por todos lados.
Hablamos sobre la tormenta.
Me comentás que no dormiste bien.
Te digo que yo tampoco.
Tuviste una noche terrible. “Yo también.”
Estamos tranquilos el uno con el otro,
nos asistimos tiernamente
como si comprendiéramos nuestro estado de ánimo,
las mutuas inseguridades.
Creemos adivinar los sentimientos del otro,
no podemos, por supuesto, nunca podremos.
No tiene importancia.
En realidad es la ternura la que me interesa.
Ése es el don que me conmueve, que me sostiene,
esta mañana, igual que todas las mañanas.




domingo, 2 de septiembre de 2007

!Maravilloso!

miércoles, 29 de agosto de 2007

sábado, 18 de agosto de 2007

domingo, 12 de agosto de 2007

CaRTa A UnA SeÑoRiTa En PaRíS


Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose...

JuLiO CoRtÁzAr






El AcORaZaDo PoTeMkIn, SeRGuEi EIsEnStEiN

PsICoSis, Alfred Hicthcock

El PaSaJeRo, MiChElaNgElO aNtONiOnI

LuCíA dI LaMmErMmOr, QuInTo ElEmEnTo

jueves, 9 de agosto de 2007

El PeRRo AnDaLuZ dE SeRú

martes, 7 de agosto de 2007